Residuales, remotamente consideradas y menos
escuchadas, a veces herederas de rancherías venidas con los vientos, caletas
pesqueras milenarias, afincamiento de los que no tenían lugar, de los
desheredados, otrora antiguas estaciones que servían a los fines operativos del
ferrocarril, a lo mejor estancias por las cuales pasaron la fortuna y la
riqueza y de ellas ya no quedan más que algún relato de añoranza. Las
entre veo una y otra vez al moderamiento leve de la
velocidad de los vehículos que me
trasladan, se ubican a las orillas
de carreteras que conducen a las
ciudades o al menos a las cabeceras
comunales. La aldea, en si misma no es
un lugar para grandes aspiraciones, a lo sumo un cuartel de bomberos en
permanente carestía, una posta, la capilla católica, un par de pequeños templos
evangélicos, un retén de carabineros a lo más. La presencia municipal, un
concejal quizás que una y otra vez deja
en las actas de los Concejo Edilicio, la
necesidad de asfaltar la calle principal, o de un turno extra de auxiliar de la
posta de salud, o mayor dotación para el reten de carabineros, que la micro no
deje de llevar a los alumnos que van a
liceo del pueblo, que no se cierre la oficina de correo, o apoyo para que la pareja de cueca oriunda, pueda representar a la comuna en la final
provincial, el suma y sigue de la existencia aldeana.
La existencia señalada por la campana de la
escuela que con su repicar delinea los límites del poblado. La vida social
reducida a un par de cantinas, a la contienda deportiva dominguera del único
club de fútbol con sus tres series o la completada pro-fondos para el paseo de
fin de año. Para algunos un sitio de paso, un destino imprevisto que se espera
dejar pronto. Para otros su terruño, el espacio en que se realizará, hará
familia y en que finalmente resignara sus huesos. Una preocupación permanente,
beneficios, junta de firmas para tal o cuál gestión, son los lugareños
orgullosos, representados por dirigentes; gestores de lo social que buscan que
los adelantos no se queden allá en el pueblo, que también ellos pagan impuestos
y son igualmente ciudadanos. Así que hay
que movilizarse para que los adelantos que las ciudades y pueblos han llegado
hace décadas lleguen a la aldea.
La
aldea chilena siempre postergada por
la ciudad o pueblo de la cuál
depende administrativamente, accede a cierta atención excepcionalmente en los
noticieros de la televisión y en general
de los medios, cuando alguna tragedia
pernocta en ellas. El desolador panorama
de poblados destruidos por completo (es el caso del terremoto del año pasado),
identidades patrimoniales que parecían estar allí a la medida de la armonía, acorde los
sonidos archireconocidos o los perfumes del aire de acuerdo a las
estaciones del año casi fueron extinguidos. Puestos en la orfandad, el aldeano,
apela un eco recóndito que lo impulsa a continuar a superar los miedos a las
réplicas telúricas y las incertidumbre de quien ha sido golpeado duramente una vez más apelando a la vecindad y al
compartido amor terruño saldrán adelante.
Es un
escenario privilegiado del protagonismo anónimo y esforzado del chileno, al cuál
hoy más que nunca debiera reconocerse y valorarse, con medidas concretas como
la creación de delegaciones municipales
acompañados por consejos
consultivos con recursos financieros, asignaciones que permitan avanzar en la descentralización
desde la base y hacer de Chile una sociedad poderosa en convivencia social y
ciudadanía.
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