Era el 1 de mayo de 1980, seríamos
unas quinientas personas las que estuvimos reunidas en el sindicato de IRT, en
la avenida Vicuña Mackenna, y después procedimos a marchar a sabiendas de que
esa movilización no autorizada podía terminar mal. Íbamos a recorrer unas
cuantas cuadras por la avenida La Feria, rumbo a la calle Santa Rosa, pero de
improviso, en los estrechos pasajes de la población La Legua irrumpieron por
sorpresa las Fuerza Especiales de Carabineros. Siempre recuerdo el momento en que
me voy echando al piso y veo a un joven con sus zapatos de fútbol mirando la
escena sorprendido. Él terminaría en una aventura similar a la mía. Así caí
detenido junto a una media cincuentena de personas. Lo que vino después fue una
larga tarde que incluyó pisotones y una interminable estadía boca abajo en el suelo,
que se interrumpía solamente para el interrogatorio de rigor de la CNI. Después
de cinco días de detención en el gimnasio de la Segunda Comisaria de Santiago
vino el traslado a la relegación administrativa.
Yo tenía veinte años y era
estudiante de Sociología. Quiso el azar que fuera a dar a ese pueblo famoso por
sus tejidos, dulces y terremotos: La Ligua. Habíamos ido dejando a los
compañeros de aventuras (las mujeres habían sido liberadas) por diversas
localidades, desde San Felipe al norte, y a mí me había tocado una en la
capital de la provincia de Petorca. El comité de recepción partió por el teniente
coronel, que era el gobernador, el cual me advirtió que era necesario que me
mantuviera al margen de los comunistas del pueblo. Lo epítetos en contra de la
actividad opositora me fueron reiterados por el mayor, el capitán y el teniente.
Pregunté ilusamente si esa primera noche podría alojarme en la comisaría y se
me dijo taxativamente que no. Concurrí a la casa del cura párroco, pero este no
estaba, finalmente a eso de la ocho de la noche, en la sala de guardia un
solitario suboficial de turno -ese modelo clásico bien entrado en kilos- aprovechando
que estábamos solos me dijo: “Sí, yo también fui allendista, pero ahora hay que
quedarse callado no más” y me envió de su parte a pedirle refugio a un pastor
evangélico que tenía su templo y casa-habitación en uno de los cerros. Con un
poco de resquemor y una vez que se aseguró de que contaba con la venía de la
ley y el orden, me invitó a comer y después me prestó unas frazadas para que
durmiera en el templo. Una vez contactado con el bueno del padre, que me buscó
alojamiento y me invitó durante toda mi estadía a almorzar sin preguntarme nada,
fueron apareciendo algunos liguanos, que se acercaron a hablarme, al principio
superando el temor a las represalias. Los primeros fueron unos viejos obreros
contratados por el empleo mínimo, que trabajaban en la construcción de la
iglesia, la cual más bien recordaba el diseño de una fortaleza. Ellos se
sentían mis colegas, pues habían sido relegados en los tiempos de la “ley
maldita” del gobierno de González Videla. Me animaban entre martillazos que le daban
al zinc del techo, me conversaban de sus peripecias y uno me pedía
reiteradamente que le consiguiera un cassette de Enrico Caruso.
Pasé noventa días yendo a firmar,
la mayoría de las veces dos y en algunas oportunidades tres veces al día, al
libro del cuartel. Caminé mucho por las calles y los barrios del en ese
entonces derruido pueblo. Vinieron muchos amigos y amigas a visitarme, me
llegaron postales de muchos países. Me hice parte de las vidas de los liguanos, “ahí va el ‘rele’”,
escuchaba murmurar. Y
aprendí mucho del tiempo marcado por el traqueteo de las máquinas de tejidos y
de la convicción que tenían ellos de tiempos mejores por llegar.
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