Wednesday, July 04, 2012

El “rele”




Era el 1 de mayo de 1980, seríamos unas quinientas personas las que estuvimos reunidas en el sindicato de IRT, en la avenida Vicuña Mackenna, y después procedimos a marchar a sabiendas de que esa movilización no autorizada podía terminar mal. Íbamos a recorrer unas cuantas cuadras por la avenida La Feria, rumbo a la calle Santa Rosa, pero de improviso, en los estrechos pasajes de la población La Legua irrumpieron por sorpresa las Fuerza Especiales de Carabineros. Siempre recuerdo el momento en que me voy echando al piso y veo a un joven con sus zapatos de fútbol mirando la escena sorprendido. Él terminaría en una aventura similar a la mía. Así caí detenido junto a una media cincuentena de personas. Lo que vino después fue una larga tarde que incluyó pisotones y una interminable estadía boca abajo en el suelo, que se interrumpía solamente para el interrogatorio de rigor de la CNI. Después de cinco días de detención en el gimnasio de la Segunda Comisaria de Santiago vino el traslado a la relegación administrativa.
Yo tenía veinte años y era estudiante de Sociología. Quiso el azar que fuera a dar a ese pueblo famoso por sus tejidos, dulces y terremotos: La Ligua. Habíamos ido dejando a los compañeros de aventuras (las mujeres habían sido liberadas) por diversas localidades, desde San Felipe al norte, y a mí me había tocado una en la capital de la provincia de Petorca. El comité de recepción partió por el teniente coronel, que era el gobernador, el cual me advirtió que era necesario que me mantuviera al margen de los comunistas del pueblo. Lo epítetos en contra de la actividad opositora me fueron reiterados por el mayor, el capitán y el teniente. Pregunté ilusamente si esa primera noche podría alojarme en la comisaría y se me dijo taxativamente que no. Concurrí a la casa del cura párroco, pero este no estaba, finalmente a eso de la ocho de la noche, en la sala de guardia un solitario suboficial de turno -ese modelo clásico bien entrado en kilos- aprovechando que estábamos solos me dijo: “Sí, yo también fui allendista, pero ahora hay que quedarse callado no más” y me envió de su parte a pedirle refugio a un pastor evangélico que tenía su templo y casa-habitación en uno de los cerros. Con un poco de resquemor y una vez que se aseguró de que contaba con la venía de la ley y el orden, me invitó a comer y después me prestó unas frazadas para que durmiera en el templo. Una vez contactado con el bueno del padre, que me buscó alojamiento y me invitó durante toda mi estadía a almorzar sin preguntarme nada, fueron apareciendo algunos liguanos, que se acercaron a hablarme, al principio superando el temor a las represalias. Los primeros fueron unos viejos obreros contratados por el empleo mínimo, que trabajaban en la construcción de la iglesia, la cual más bien recordaba el diseño de una fortaleza. Ellos se sentían mis colegas, pues habían sido relegados en los tiempos de la “ley maldita” del gobierno de González Videla. Me animaban entre martillazos que le daban al zinc del techo, me conversaban de sus peripecias y uno me pedía reiteradamente que le consiguiera un cassette de Enrico Caruso.
Pasé noventa días yendo a firmar, la mayoría de las veces dos y en algunas oportunidades tres veces al día, al libro del cuartel. Caminé mucho por las calles y los barrios del en ese entonces derruido pueblo. Vinieron muchos amigos y amigas a visitarme, me llegaron postales de muchos países. Me hice parte de  las vidas de los liguanos, “ahí va el ‘rele’”, escuchaba murmurar. Y aprendí mucho del tiempo marcado por el traqueteo de las máquinas de tejidos y de la convicción que tenían ellos de tiempos mejores por llegar.

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