Una lánguida rémora de lo que fue su esplendor
ferroviario continúa aún en movimiento: es el tren que nos une a la ciudad de
Victoria e intermedios, además del servicio único y exclusivo para los alumnos
de Instituto Claret durante el año escolar. Es una porción insignificante del
tráfico que movía multitudes y que en sus primeras décadas fue nutriente de la
pujante ciudad. No con la asiduidad debida suelo abordarlo, pues nuestra
familia, que no es ferroviaria, manifiesta una suerte de vocación atávica por
experimentar el viaje sobre rieles. Acercarse al andén es ya introducirse en
una solemnidad que irradia desde detalles tales como: el ceremonial
ferroviario, la monumentalidad de los vagones, la apaciguada disposición de los
pasajeros para abordar el tren. Esta vez se trata de un recorrido turístico que
nos depara la “Cata” una sobrina que proviene de Copiapó y que ha venido a
visitar a Julia, mi hija, y no ha tenido la oportunidad de viajar en este medio
de comunicación con anterioridad.
Así que mucho antes de su partida ya estamos en la
estación. No son muchos los “colegas” de destino, de pronto un rostro conocido,
la única maquinista mujer, pasa con su paso fuerte y decidido en pos de lo que
será su colación. Inmediatamente es bautizada por las primas como la
“mujer-tren”. Y ya sentados, y en marcha a nuestro lugar de destino, se la
imaginan ufana y poderosa tocando una y otra vez el poderoso pito del tren. Nos
llama la atención que la misma funcionaria que nos vendió los boletos, es ahora
quien revisa y cobra los pasajes. Es la austeridad que por estos días define a
la empresa, reflexionamos. Cercanos a nuestros asientos, unos ferroviarios y un
ex-colega comparten sueños y frustraciones sobre lo que podría ser un reflote o
la lápida para el que alguna vez fue catalogado como la columna vertebral del
país. Es sabido que casi de milagro se mantiene en funcionamiento este
trayecto, pero que un día de estos no será más que nueva postal de lo que fue.
El andar es cómodo, la temperatura agradable por el aire acondicionado
No es convoy destartalado ni sucio, se nota cuidado y bien mantenido. Los
pasajeros que van abordando y descendiendo a partir de Pillanlebun se ven calmos, satisfechos de tener la
oportunidad, por un módico precio, de que el tren sea parte de sus vidas. En el
trayecto mi hija le va contando a su prima de sus viajes de niñez, de la magia
que estos tenían, pues significaban pasar la noche en él, entrever la luna y
las estrellas, un paisaje de penumbras que parecía constituir escenarios de
aventuras y de encanto. Pero hay algo más: el viaje en tren de los primores era
una metáfora del milagro de estar en este mundo. Un espacio en movimiento que
nos sintetiza, que más allá de nuestra necesidad cotidiana de sentir que
estamos en un lugar delimitado, está la posibilidad de buscar nuevos rumbos, de
“ir más allá del horizonte”.
Nos quedamos gran parte del día en el “pueblo dividido
por los silbatos de las locomotoras”, como escribió el poeta hoy convertido en
leyenda Jorge Teiller. Las primas compran retazos de géneros en una tienda de esas
que se quedaron inmensas desde sus años mozos, saciamos el apetito en el
Compadrito.com, donde nos recibe al abrir la puerta el retrato oficial del
Presidente Carlos Ibáñez del Campo, que data de 1927. Visitamos la piscicultura
y vemos cómo un “Martín pescador” realiza una pesca no autorizada. Y nos vamos a
la estación, donde la cálida conversación de los ferroviarios nos aminora la
espera del puntual automotor “camello”, que nos trae de vuelta a Agua de Temu
con ese traqueteo que nos relaja y nos conforta. ¡Aún tenemos trenes, disfrutémoslos!
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