No es fácil
reflexionar sobre temas que emergen de la pasión, del fervor que nos remonta a
los vericuetos de lo insondable, a esa remota arcadia de la tribu en que la
sobrevivencia dependía más del comportamiento colectivo que de la individualidad.
Así pues, nuestra condición de seguidor o hincha de un club, como es sabido, se
afianza en la niñez, esa etapa de la existencia en la que somos aún más el
resultado de la herencia que el de la socialización, ahí, y a diferencia de
otras opciones que finalmente terminan relativizadas con el paso del tiempo, la
opción por lo que va sucediendo fecha a fecha se convierte en parte de la
identidad. En los pequeños pueblos como en el que pasé mi infancia no quedaba
más opción que los grandes clubes capitalinos y para mí pudo más esa pequeña
insignia que me regaló mi hermana, que además estudiaba en la Universidad de
Chile.
El pequeño hincha
de entonces mejoró su lectura leyendo en la revista Estadio las hazañas futbolísticas recurrentes de su equipo, conocido
por entonces como el Ballet Azul. Los relatos de radio inundaban las tardes
sabatinas o domingueras con sus artilugios verbales y la máxima emoción se
adivinaba al escuchar que el zurdo
Leonel Sánchez arrancaba por la punta izquierda y que por allá en el medio del
área ya estaba presto cual inmenso gladiador el tanque Carlos Campos para finalizar la jugada. Pero un día las
estrellas furibundas empezaron a languidecer, el gringo Neff se comió un gol que nos dejó sin la final de la Copa
Libertadores y de ahí vinieron décadas de escasas emociones en “ánforas
azules”. El rival eterno obtenía frecuentemente el campeonato y otros equipos
alcanzaban los primeros lugares. La “U” andaba a los tumbos y con la añoranza
por “ser grande como fue el ballet”. Una nueva pléyade de hinchas se refugió en
los tablones, para dar a conocer que la “U” era más que una pasión, era un
sentimiento, una hermandad que estaba más allá del resultado y ellos lo principal
que exigían a los jugadores era entrega y amor a la camiseta azul.
Como en un símil de
los tiempos bíblicos, los malos tiempos finalizaron con la llegada de otro
zurdo goleador, Marcelo Salas Melinao el cual inauguró un nuevo ciclo para las huestes
azules volviendo alcanzar un campeonato en 1994. Arribaron entonces nuevos
títulos y por supuesto no faltaron los problemas y las promesas incumplidas,
como la de la “ciudad azul”. Vinieron los tiempos de la sociedad anónima y los
desencuentros se alternaron con los éxitos deportivos, hasta la llegada de
Jorge Sampaoli, sin mayores aspavientos, más bien con un poco de resquemor de
parte de la hinchada, pues se esperaba un entrenador de mayor pergamino. Pero
esta vez la directiva saco “pleno” como en los casinos, pues el seguidor de
Bielsa ha alcanzado la mejor campaña del club en su historia, con una propuesta
táctica que ha puesto a la institución azul en el firmamento del balonpié
mundial y ha demostrado el inmenso potencial que tiene el futbolista chileno cuando
es bien dirigido. En una año de tantas incertidumbres, en donde las bases del
sistema político-económico han sido cuestionadas, el éxito del equipo del
chuncho reivindica no solo la esencia del fútbol como espectáculo basado en
doblegar al adversario a partir de las virtudes propias, sino que nos demuestra
que sacando lo mejor de lo nuestro podemos triunfar. ¡¡Brindemos, camaradas!!
No comments:
Post a Comment