
A prósito de que se habla de la nueva provincia de Villarrica les presentó este relato.
¿ Reminencias del hacendal rezo del Rosario?. ¿Un rito gregario antes de los mates que se comparten en las penumbras sosegadas de las viviendas? ¿ o una suerte de paréntesis para diferenciar el verano de resto del año?: la espera del atardecer desde lo alto, mirando los vehículos que unos metros más abajo pasan o bien hacia Pucón o Villarrica y Temuco. Es un lugar privilegiado por lo pronunciado de la curva que solo permite una velocidad moderada y deja por momentos a la vista los furtivos rostros de los viajeros.
Quien comenzó la costumbre fue Joel. “andaba hace un buen tiempo como la mona” . Dicen que se tomo casi todo lo que le pagaron por los terrenos que uno a uno fue vendiendo. Parecía que la pérdida su vida anterior a la llegada de los moradores del verano, en la que compatibilizaba un pasar campesino con la de cuidador de la casa de los Goya lo desterraron de súbito de la seguridad de la orilla del lago y de pronto un intenso “puelche” no le permitía a ser pie.
El primer veraneo que habitamos la cabaña, Joel era imprecindible, nos dotaba de luz al encendernos la Petromax, nos convidaba pan amasado que su esposa horneaba, nos tranquilizo cuando fuimos invadidos por una peregrinación de hormigones y a mi sobrina la saco de su espanto de ver una varilla moviéndose en la por pared de atrás de la cabaña que resulto ser un inmenso palote que rápidamente inmovilizo, lo más extraordinario para nuestra vivencias de niños cargadas de la provincia urbana, era acompañarlo en la mañana a la ordeña de sus dos vacas. Degustar en nuestras bocas esa tibieza blanca “originaria” no tenía igual. A lo sumo a los dos años las vacas ya no existían y Joel era una sombra que desde lo alto de lo que alguna vez fue la propiedad familiar fijaba su vista en ese interminable hormigeo de autos, buses y camiones que hiban a llegar alguna parte con una decisión de la que Joel carecía.
Si bien su Padre vendió el paño que iba entre el camino y el acantilado al joven Goya. Pronto este necesitó de un cuidador para mantener el extenso jardín y hacer las reparaciones que una propiedad siempre necesita en el sur. Así Joel y su familia paso habitar en la casa que alguna vez lo albergo junto a sus padres y hermanos. Fue cuando se supo que el asfalto del camino sería una realidad en muy poco tiempo, cuando los interesados por comprar terrenos se hicieron cada vez más frecuente y varios vecinos instalaron letreros “se vende”. Joel se vio obligado hacer lo mismo, al ser despedido como cuidador “pues como le dijo su patrón, ahora la cosa esta difícil para todos”. Los hijos adolescentes vieron interrumpido sus ya dificultosos estudios y pasaron a engrosar el batallón de trabajadores beneficiados de los trabajos demandados por las residencias de descansos.
Un día cualquiera para alejar ese mutismo que lo embargaba o simplemente porque era un lugar público desde donde los nuevos dueños no lo podían apartar, comenzó a esperar los crepusculos de verano apoyado en la piedra , que desde el camino era la referencia para quienes subían desde la playa a las casas de veraneo o de los lugareños que tomaban el callejón hacia las moradas de los antiguos colonos. Por muchos años su continuo estado semiembriagez le espantaba las compañías. Un atardecer de verano en esos meses en que intentaba una vez más “dejar el trago” su nieta mayor insistió en acompañarlo al paseo. A Joel la situación le recordó sus tiempos anteriores a su “puelche” en que sus hijos no solo lo respetaban sino que lo amaban y tomado de la manito de su pequeña “princesa” partió a su lugar acostumbrado. Pronto la llegada de la niña atrajo miradas y también compañía de vecinos y parientes. Al otro año Joel instalo unos poyos y puso en U unas tablas y desde ahí el encuentro del atardecer se convirtió en una costumbre. A eso de la siete cuando la sobra de robles y hualle oscurecen la totalidad del camino vecinal, los niños ya están lavados, peinados y con la mejor ropa de la que disponen, presurosos de partir a observar ese eterno pasar en el que a veces algunos de los participantes reconoce algún conocido, o algún microbús o bus trae alguíen de regreso de alguna diligencia de los pueblos cercanos.
La conversación es relajada y muchas veces espaciadas, esta claro que Joel construyó esta ventana y fijo unas reglas que hasta los niños respetan, pues juguetean tímidos y no logran alterar la paz. De pronto el hijo dominado por los arbitrios del beber llega chispiante y altera la complicidad acordada, no dura mucho, el silencio lo aleja o lo sosiega y lo manda a su sitio en ese anfiteatro, en que los visitantes motorizados parecieran jugar en una angosta cancha dividida medio a medio por una cinta continua blanca.
Un verano ya no se entrevió más entre los pinos el inmenso azul lago y los cerros lejanos del otro lado, un día la familia Goya se marcho y se empezó hablar que se construiría un hotel de lujo.
Otro día el segundo de sus hijos llegó de sorpresa con la camioneta que tantas veces dijo que quería, ahí mismo en su lugar apoyado en la piedra. Era no creerlo si era igualita a la de un morador del verano que venía a visitar a un amigo y que más de una vez había acelerado justo para empolvarlos, lo que enardecía al fiel Atina que ladraba y ladraba tras el vehículo. La camioneta subió muy lentamente, los niños enloquecieron y más de alguna lágrima simulo ser la lluvia una vez más visitante del suelo de la U de tabla. Así una nueva costumbre se agregó a esos atardeceres compartidos, volver a casa en la camioneta de último modelo, del más exitoso de contertulios del atardecer.
El Hotel hoy es un atractivo más a ese tiempo atesorado, pleno y compartido por Joel y quienes lo acompañan.
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